Llamar por teléfono en tiempos de Whatsapp



El Whatsapp ha desterrado las llamadas de voz


Hace muy poquito, dos amigas muy cercanas han pasado por momentos de inflexión en su vida, experiencias de aquellas que marcan profundamente: una ha tenido la desgracia de perder a su madre, aún muy joven; la otra, en cambio, está de enhorabuena porque ha dado a luz a un niño muy deseado. Como son amigas de la infancia que han pasado tiempo con mi familia, comenté con mis padres ambos sucesos un día en la mesa. Mi padre me pregunto con toda naturalidad en ambos casos "¿cómo está?", y yo "parece q bien", él, extrañado, insistió: "bueno, pero, ¿cómo la notas al hablar por teléfono?". Me quedé pensativa al darme cuenta de que ni con una ni con otra había conversado de viva voz, y eso que ya habían transcurrido unos días. Nos hemos escrito a diario, respondí. La cara de mi padre era de total desconcierto, y ahí murió la conversación. Quizá porque soy de una generación a medio caballo entre la era analógica y la del Smartphone, yo también me siento extraña si lo pienso. Nos hemos escrito, mandado emoticonos, millones de besos y corazoncitos, mensajes de interés, apoyo y frases de eterna amistad, bromas... Pero no nos hemos llamado. 

Os invito a que reflexionéis cómo ha cambiado en los últimos tiempos el modo en que llamáis: si lo hacéis menos frecuentemente, si os dudáis más que antes a la hora de hablar con alguien. ¿En ocasiones os sentís extrañados si os llaman cuando en el pasado lo hubierais tomado con naturalidad?

Las llamadas de voz se han vuelto algo invasivo, intimidante, solamente en círculos de mucha confianza se hace pero siempre con mucha moderación. Ya nadie se llama después de una cita romántica porque parece que uno está desesperado, si alguien lo está pasando mal es mejor chatear, no sea que pudiéramos molestar o hacerles sentir incómodo. Sin embargo podemos escribir a cualquier hora y sin ningún criterio chistes, vídeos tontos y plantear cualquier cuestión trascendente por escrito sin esperar a ver la cara de quien lo recibe, sin pensar qué estarán haciendo nuestros receptores o si nuestro mensaje se entenderá correctamente. Escribir es muy cómodo y tiene muchas ventajas, pero quizá debamos replantearnos qué valor damos a cada cosa. Llamar se ha vuelto algo muy intrusivo y eso resta calidez en algunos momentos; en cambio, los grupos, los mensajes que implícitamente esperan respuesta constante y que, por desgracia ocurren tantas veces en un día, pueden interrumpirnos y quitar calidad a los momentos presenciales. ¡Cielos, esto es el mundo al revés!



Los chats: ¿somos beneficiarios o esclavos de su inmediatez?


Viajamos en metro y gente charlando, pasajeros escuchando música, una minoría leyendo, entre los afortunados por pillar asiento, hay quien se echa alguna que otra cabezadita; otros, simplemente aletargados, muestran una actitud casi de ascensor: intentan ignorar al resto sin dar muestras externas de ninguna actividad. Pero además hay una nueva ocupación muy extendida: las conversaciones por mensajería instantánea con el smartphone. El transporte público es donde más se nota, pero poco a poco hemos visto cómo se intercala el uso de chats en cualquier situación: mientras estamos en la cola del supermercado, esperando cola para cualquier lugar a que llegue alguien, caminando por la calle, en los semáforos tanto peatones como conductores arañan unos segundos para chatear, pero no solo en ratos muertos sino también  en reuniones de trabajo la gente escucha mientras, de vez en cuando, echa rápidas ojeadas a su teléfono o escribe sin demasiado disimulo un breve mensaje; lo mismo en encuentros de amigos, en los que, ya sin disculparse, la gente escribe mensajes a terceras personas mientras habla con los presentes.

Rellenamos los ratos muertos con esta nueva distracción pero al final se ha generado una necesidad de comunicación perpetua. ¿Es que antes no nos comunicábamos? ¿Por qué tengo la sensación de que tengo tantas cosas que decir, tanta gente a la que contestar? A veces disfruto de los chats, me resultan prácticos, pero con demasiada frecuencia me siento bombardeada, interrumpida, con la presión de tener que contestar al momento  si no quiero ofender a la otra persona.  Ha dejado de ser una opción a ser una obligación, algo que si incumples dejas de enterarte de cosas importantes, ofendes a alguien o creas malentendidos. Los días en que voluntariamente o por un descuido me dejo el móvil en casa siento un alivio y una paz que demuestran que algo está mal en las nuevas dinámicas. Por el contrario, cuando tengo de nuevo acceso a la red, veo que se me acumulan las respuestas, gente a la que escribir y me siento como la estudiante que no lleva al día sus tareas. Se supone que la necesidad de comunicarse debería estar sobradamente cubierta pero nunca antes había sentido tanta presión por mantener a la gente informada.

Tengo la sensación de que nos escribimos más pero nos comunicamos peor. En adolescentes es más acusado, aunque también he observado este fenómeno en treintañeros: ves que están en grupo pero todos pendientes del móvil, quizá escribiéndose entre ellos en un grupo en el que alguien está ausente y lo ponen al día. Los malentendidos se han multiplicado, ya frecuentes en la comunicación tradicional, pero la ambigüedad del texto escrito hace que se multipliquen los equívocos, las discusiones de pareja y amigos. Los tonos de voz nunca podrán suplirse con emoticonos y, por más que algunos digan una imagen valga más que mil palabras, todas las fotos del mundo e un chat no suplen la capacidad de diálogo y ajuste que da una conversación. Me resulta muy gracioso ver que la gente consulta con muchísima frecuencia a terceros qué opinan que puede haber querido decir una persona con tal o cual mensaje o por haber tardado equis en responder. No solo es incongruente el tiempo que invierten en darle vueltas al asunto y pensar que habría querido decir en vez de preguntarlo directamente a la persona involucrada sino que además se atenta contra la intimidad de esta al hacer un debate público sobre el tema.

Pero eso no es todo, creo que la comunicación ha perdido calidad pero también se la ha restado a todo lo demás: caminamos como zombis por la calle más pendientes del Whatsapp o del GPS que de observar lo que ocurre en nuestro entorno, estamos hablando con alguien mientras oras personas nos escriben e interrumpen, o sentimos la vibración constante del teléfono de nuestro interlocutor y eso afecta al ritmo de la conversación; en los trabajos la gente está en mil lugares a la vez, incluso en los cines ya nadie ve las películas de un tirón sin consultar el teléfono. ¡A dónde hemos llegado para no poder estar dos horas sin nuestro aparatito estrella! Se ha perdido la capacidad de disfrutar del ahora y también nuestra capacidad de concentración: todo va por periodos más cortos, con tareas simultáneas y nuestra atención dividida.

Los psicólogos ya han encontrado nombre para este fenómeno, se llama digifrenia: esquizofrenia virtual: estar con nuestra atención dividida, en muchos lugares a la vez gracias a la tecnología sin que el contexto sirva de marco, sin que haya una transición que nos preparen y den sentido a cada acción. No solo hace perder la calidad de los momentos vividos sino que genera un gran estrés al individuo.

Confundimos inmediatez con comunicación, cantidad con calidad, creemos que la pantalla es una ventana al exterior, cuando solo es un espejo: no nos abre sino que nos cierra, multiplica una imagen que ya tenemos (la nuestra) y nos ensimisma en vez de expandir nuestros horizontes para compartir. Conectarse está bien, pero recordemos que el día solo tiene 24 horas y vida solo hay una, y mejor invertir nuestro tiempo con sensatez.

Aceptemos los cambios... pero con actitud crítica

La vida no es estática y nuestra sociedad no es inmune a los avances tecnológicos con todos los cambios socioculturales que desencadenan y que a la vez nosotros cultivamos. No me gustan nada las visiones tremendistas en que demonizan estos cambios pero sí creo que es necesario ser críticos o al menos conscientes de ellos. Las nuevas tecnologías influyen muchísimo en nuestras vidas: el ocio, el acceso a la información, el modo de relacionarnos, la construcción de nuestra identidad y (aunque parezca exagerado) hasta nuestro modo de sentir. Algunos cambios se producen de forma tan rápida que, si nos hubieran dicho al poco de nacer Facebook o Whatsapp lo radicalmente distinta que iba a ser nuestra vida en apenas un año o dos, no habríamos dado crédito. Pero no por rápidos son menos profundos ni están menos asentados, y es que algunas cosas difícilmente tienen marcha atrás. Es importante reflexionar y tratar de controlar un poco estas dinámicas.

La reflexión se ha centrado en Whatsapp pero podemos hacer extensivas muchas de estas cuestiones a otros temas. Por ejemplo, los portales de ligoteo: supuestamente multiplican opciones y nos ahorran tiempo pero acarrean una serie de incongruencias y molestias que antes no había. Los perfiles de las redes sociales nos dan muchas facilidades pero simplifican nuestras vidas y nos hacen más vulnerables a los estereotipos, los malentendidos y la falta de privacidad. No digo que esté mal, solo que a veces todo va muy rápido y es necesario digerir más lentamente los cambios, quedarnos con lo bueno y procurar mejorar lo que nos pone en riesgo.


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